domingo, 3 de abril de 2011

¿Por qué sobran los medios a Correa?

***SNN

El presidente Rafael Correa aparece en su cadena sabatina del 27 de junio de 2009, en el complejo del Banco Central, donde habló sobre la libertad de expresión. Foto: Rolando Enríquez / Expreso


Analísis
José Hernández | Subdirector | Expreso


Las hostilidades contra los medios de comunicación pudieran tener ahora efectos positivos para la chequera personal del presidente Correa. Una virtud ha exhibido él en esa guerra: su sinceridad.


Nunca ocultó su animadversión contra ellos. Nunca disimuló su decisión de acabar con su credibilidad y menguar su influencia. Nunca encubrió su deseo de arruinarlos o desaparecerlos: ¿Cuántas veces ha pedido que no los oigan o no los lean? ¿Cuántas veces los ha acusado de mentir y servir intereses oscuros? Ahora resulta incluso que los asesinatos políticos -ha citado a García Moreno y a Eloy Alfaro- fueron perpetrados desde las páginas de los diarios.


Trastocar la historia, ignorar la labor de muchos medios en los noventa, mezclar agua y aceite, ser hemipléjico para analizar el papel de los medios… El presidente, de gana, se complica la vida. Sus explicaciones son insostenibles conceptual e históricamente: nadie con dos dedos de frente puede creer que el periodismo -aquel que se concibe como un contrapoder- haya organizado, en forma sistemática y unánime, un complot contra el país y algunos de sus dirigentes políticos.


Las tesis del presidente tienen otro propósito: envolver doctamente una de sus convicciones políticas: detesta los medios que no le son afines. No aborrece este oficio. Por el contrario: tiene una atracción fatal por los medios de comunicación. Al fin y al cabo, él es un producto mediático. Todavía se le recuerda, cuando era un simple profesor universitario, haciendo apariciones en los programas de opinión en TV y en las radios quiteñas; sobre todo en Radio Democracia. Alberto Acosta lo recomendaba, entonces, como un alter ego suyo en el andarivel ideológico y como un personaje interesante en lo personal: economista antisistémico, directo y costeño. Un perfil exótico en un paisaje serrano en el cual primaban economistas demasiado conocidos y supremamente ortodoxos.


Rafael Correa agradecía esas invitaciones a radios y canales privados que, con él, Acosta y otras figuras que hoy están en el gobierno, buscaban equilibrar los debates. Sin esos espacios, Rafael Correa nunca se hubiera ubicado entre los outsiders tan apetecidos por el propio establecimiento. En campaña, el candidato Correa no dijo nada de la absoluta falta de objetividad con la cual algunos periodistas se jugaron por él y llamaron al electorado a hacer lo mismo. No dijo nada del periodismo -para no ser peyorativos- que practicó a favor suyo Radio la Luna, dirigida por Paco Velasco, hoy asambleísta oficialista. Llamar a derrocar a Lucio Gutiérrez, abrir las líneas telefónicas para que algunos oyentes pidieran lincharlo, escarbar en el lenguaje más procaz para dirigirse a él, nunca fue considerado como claras violaciones a la supuesta deontología que luego reclamó. Por eso nunca fue creíble su mensaje de que lo que estaba en juego no era alinearse con su gobierno sino mejorar el profesionalismo de un oficio que en el país, salvo escasos medios, acusa serios retrasos.


Correa nunca quiso una mejor prensa para el país. En su visión plebiscitaria, no solo sobran los medios independientes; estorban los mediadores autónomos del poder: las organizaciones sociales, los sindicatos, los gremios, las asociaciones, los partidos… Por eso se ha esmerado en desacreditar cuanto mediador aparece y en tratar de clonarlos con la etiqueta de su movimiento.


La crisis de representación en la cual se debatía la sociedad y la política cuando él llegó al poder reforzó la idea peregrina que arrastra la democracia plebiscitaria: el líder, una vez ungido por la legitimidad de los votos, personifica, representa, interpreta, decide, dilucida ese sentir popular. Todo lo demás son aderezos formales de los cuales se puede prescindir. La legalidad, entre ellos, porque se vuelve un acuerdo tan efímero como lo estime el ungido.


El presidente colmó todos los vacíos. Pero lejos de ver, en ese desierto de representación, una oportunidad para que la sociedad, la política y la democracia se reinventaran, el presidente lo teorizó como un dato, el único válido de la nueva realidad política. Él y el pueblo; nada en medio. Cualquier aficionado a ocupar ese espacio no puede ser sino un enemigo. O un mediocre.


Los medios no fueron propulsados a la categoría de enemigos de la revolución ciudadana porque son actores políticos, como dijo el presidente. Y como lo repitieron, sin mucho decoro intelectual, muchos académicos que hoy se frotan los ojos ante las millonarias demandas presidenciales.


Los medios son pensados como enemigos porque desentonan en esa armonía ficticia creada por los sondeos, que miden deseos y apetitos sin ocuparse de esas bagatelas que son los matices y los valores de la democracia. Los medios juegan, con sus grandezas y sus miserias, con sus aciertos y sus yerros, el papel de antena a tierra. Son los bufones del rey destinados a desactivar el encantamiento que produce en el poder saberse popular y mayoritario.


Los medios son mirados como enemigos del poder porque reflejan (o tratan de reflejar) la realidad del país en su conjunto. Ellos son portadores de la realidad real tan ajena, como se sabe, a los espejos deformantes tras los cuales se guarecen los gobernantes. Correa dice que los medios son enemigos porque cree que le estén haciendo oposición. La realidad suele ser más compleja. En los hechos el presidente no puede concebir que entre él y el pueblo haya otras versiones por fuera de la suya. Si nadie iguala su dimensión (en votos), los otros (cualquiera que sea) solo pueden ser liliputiense o enemigo.


El presidente no ha entendido que los medios no pueden ceder. El centro de la polémica no es que quieren gobernar, como dice a menudo para suscitar aplausos. Lo que está en juego es el sentido de la realidad. El presidente la ve unívoca y verde flex. Los medios tienen que mirar en todas las direcciones.


En su afán por imponer su mirada, el presidente ha usado la seducción, la intimidación, la amenaza, los tribunales y, ahora, indemnizaciones que parecen pensadas en Wall Street. Correa se instaló en un vértigo fatal. Él y los suyos olvidan que incluso en las cortes, el monarca tenía, en medio de sus áulicos, un bufón para recordarles que su mundo y la realidad real suman dos.

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